Desde que el espectáculo se ha adueñado de casi todos los ámbitos de la realidad, es difícil encontrar luchas en las que se rompan las normas marcadas por dicho espectáculo. Por eso, es normal asistir a asambleas, manifestaciones, protestas diversas que tienen como fin principal o único (o que pretenden planificar) una repercusión lo mayor posible en los medios de “comunicación” de masas.

Las huelgas generales, en realidad paros de 24 horas [1], desde hace tiempo se han unido a la lógica del espectáculo y los protagonistas de las mismas viven inmersos en un proceso por el cual unos retoman la lógica de la acción directa en su lucha más o menos radical contra el capitalismo, mientras otros siguen inmersos en la lógica del espactáculo cuyo objetivo es conseguir una amplia repercusión mediática que haga de altavoz de un mensaje (también más o menos radical) que pueda llegar hasta el mayor número de personas posible. Es frecuente que sea una misma persona o grupo de personas quienes vivan en estas luchas una cierta contradicción por participar de ambas lógicas. Con este panorama como telón de fondo, las huelgas generales son en muchos casos una oportunidad para la acción directa que tan pequeño lugar ocupa normalmente en la vida de tantos y tantos de nosotras/os.

De todas las oportunidades que ofrece un escenario de huelga general, uno de los más interesantes es el arte del sabotaje. El sabotaje es una actitud de negación más o menos intensa contra el resignarse a la normalidad de la opresión cotidiana, contra el resignarse ante la naturaleza de la opresión. Cuando el oprimido se reconoce a sí mismo como oprimido, trata de poner todas las trabas posibles a su realidad como engranaje del sistema. Dichas trabas a veces toman forma en posturas éticas que sostienen comportamientos cotidianos a menudo loables, pero su forma esencial es la autodefensa a través de formas activas/físicas de incidir materialmente contra aquello que nos oprime. El saboteador no necesita de grandes medios materiales ni de mucha gente, pero debemos reconocer que el sabotaje a gran escala es a menudo un acto de rabia que esconde el objetivo de parar/dañar el sistema a gran escala y que nos recuerda aunque sea durante 24 horas que aquellos que todo lo construimos, si quiesiéramos, todo lo pararíamos, que el carro avanza porque nosotros tiramos de él y que este avanzará por donde nosotros queramos que avance y que nunca se detiene porque estamos enfermos de obediencia.

La enfermedad de la obediencia es el peor enemigo del sabotaje pues el principal síntoma de esta enfermedad es la justificación de la opresión, es el oprimido con valores de opresor, que se niega a sí mismo como ser capaz de tomar las riendas de la vida en todos los ámbitos. La obediencia ensalza las instituciones, la necesidad del orden establecido, la inevitabilidad de la propia obediencia generalizada.

El sabotaje, el arte del matrimonio de las pequeñas cosas

Hay gente que cree que el arte debe ser algo magnífico, extraordinario, espectacular incluso. Chorradas. El sabotaje es el arte de la satisfacción del maritaje de las pequeñas cosas creando un orden superior, el orden de la insumisión frente a la injusticia institucionalizada. El sabotaje es el amor del clavo por la rueda, de la pintura por el cajero automático, de la grapa y el pegamento por la cerradura, de la barricada por la carretera, etc. Ésa es la subversión, ése es el arte que nunca podrá ser mercancía.

Este 14 de noviembre seremos protagonistas de una nueva jornada de huelga general. Montaremos un bonito espectáculo o caminaremos por entre las sombras de él con el sueño de la destrucción del capitalismo a cuestas y la esperanza de convertir esta jornada en un espacio de apoyo mutuo y lucha del que podamos sentirnos orgullosas/os.

Por la anarquía.

[1] Ya casi están olvidadas las verdaderas huelgas que consistían el paro de los trabajadores de forma indefinida hasta el logro de sus objetivos.